jueves, 16 de agosto de 2007

SOBRE EL SENTIDO DE LA VIDA


“Se me está haciendo la noche
en la mitad de la tarde
no quiero volverme sombra
quiero ser luz y quedarme.

(Daniel Reguera)

Cuando se llega a los 50 años de edad, la propia historia -que cargamos en la memoria y en cada una de nuestras células- se encarga de hacernos saber que el límite del tiempo vital para el que fuimos programados se acerca indefectiblemente. Este evento, tan concreto como lo fue en la adolescencia la conciencia de nuestras sensaciones corporales que nos abrían al deleite sexual, se presenta ahora con otro rostro pero igualmente violento e intransigente. Nuestro cuerpo ya no parece capaz de la energía que poco tiempo atrás nos empujaba al “vinito” conversado hasta la madrugada. La sensación de inmortalidad que mostrábamos en nuestras locuras de juventud se evidencia ahora ante nuestra conciencia como el fantasma moribundo de nuestros amaneceres bohemios. El derroche de la vida comienza ahora a retirarse a los aposentos de la seguridad y de la salud (nunca más recuperada del todo); y el espejo, cual sádico que asalta en la oscuridad de la noche, se encarga de lanzarnos al rostro nuestra imagen de soldado que, pese al mérito por las innumerables batallas libradas a la vida, se resiste a reconocer en sus cicatrices el paso del tiempo.

¡Difícil proceso, sobre todo para quien se ha reconocido a sí mismo sólo en la facticidad de su cuerpo! , pues aún cuando la promesa tecnológica le permita renovar por entero su apariencia, el tiempo avanza siempre en una misma dirección.

Sin embargo, disquisiciones como ésta llegan casi siempre demasiado tarde ante nuestra mirada reflexiva. Si yo fuera 30 años más joven…


No sé qué dicha busqué,
qué quimera
qué samba me quitó el sueño
qué noche mi primavera”

El sentido de la propia vida es algo que no se construye de la noche a la mañana. Más bien es “la noche oscura del alma” lo que contribuye a enfrentarnos a esa sensación de angustia que a veces se manifiesta como vacío, como abandono o como rechazo, pero que paralelamente nos impulsa a buscar entre los cadáveres de nuestra historia personal un retoño de vida para comenzar “todo de nuevo”.

En mi personal experiencia, el sentido de mi vida es algo que comencé a configurar a la edad de 12 años, de cara a los ideales revolucionarios simbolizados por el inmortal Che Guevara. Me parecía que alcanzar la igualdad entre los seres humanos era una tarea urgente y, como tal, requería de la lucha armada. La utopía adquiría en mi cabeza el carácter de hecho concreto alcanzable en el corto plazo. A los 17 años, con la dictadura militar instalada en mi país comprendí que eso no era posible. Aprendí a esperar, pero sin abandonar mi utopía ni mi trabajo político, ahora en la clandestinidad. En el intertanto, crié 3 hijos, estudié en la universidad y trabajé algunos años como profesora. Todavía esperaba y trabajaba para agudizar las contradicciones que harían posible “la vuelta de la tortilla”. A los 30 años, todavía en dictadura, un hecho crucial en mi vida me obliga a cambiar la óptica con la que hasta ese momento había mirado el mundo y la humanidad. La noche oscura del alma, de mi alma, se instala en mi vida y, literalmente me impide dar un paso más hasta no hacer una exhaustiva revisión de mis creencias y dogmas. Con un cuarto hijo y “abandonada” por la felicidad con rostro de hombre, doy inicio a mi entierro. Durante tres años deambulo fantasmalmente por la vida, y en este caminar voy perdiendo una a una todas mis ingenuas seguridades. Comprendo, así, que mi propósito en este mundo no es “tener la sartén por el mango”, que el auténtico poder no está en quien posee las armas, ni en quien logra instalar sus ideas en la mente de otros, sino en quien se hace capaz de buscarse a sí mismo en la convivencia, y de volver a perderse para volver a encontrarse, pues avanzar hacia este encuentro -o más bien hacia “estos encuentros”- requiere no sólo de paciencia, sino también de conciencia y humildad para reconocer cuando hemos errado el camino. No obstante estos encuentros, pérdidas y desencuentros no desdibujaron mi utopía… aunque sí el camino…y muchas veces. Y es que, como nos señala Eduardo Galeano sobre la utopía, “Ella está en el horizonte. ... Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve, para caminar.” (Las Palabras Andantes, 1996 ).

A los 52 años de intensa existencia, compruebo una vez más que, sin ser capaz de expresar en términos académicos la dicha que busqué, mi quimera, ella continúa frente a mí, entera, incólume y tenaz. La llaman de muchas maneras: amor, paz, alegría felicidad, verdad, justicia… no importa el nombre, sino el influjo que ella es capaz de ejercer sobre un corazón ablandado por la vida.

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