sábado, 24 de noviembre de 2007

UN CUERPO PARA LA PAZ


Cuando nos preguntamos ¿qué es la paz?, la primera idea que nos surge es que “la paz es una utopía”.

Incursionando en la metáfora, que siempre es un auxilio cuando se trata de develar la esencia de un concepto, llegamos a la poesía del escritor Eduardo Galeano. El nos dice sobre la utopía: “Ella está en el horizonte. ... Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve, para caminar.” (E. Galeano, “Las Palabras Andantes”, 1996 ). La paz es una utopía y, como tal, un valor que, por más empeño que hagamos en alcanzarlo, nunca se logra; puesto que su sentido reside precisamente en eso, en moverse perpetuamente, como el horizonte. No obstante este carácter “movedizo” e “indefinible” de la paz, ella tiene una función esencial en nuestras vidas: nos invita a caminar, a ir siempre “más allá”, a trascender el momento presente para buscar el estado ideal de la humanidad sobre este mundo. Ese es el “valor” de los valores. Ellos no desaparecen nunca del horizonte. Pueden desaparecer los caminos que conducen a ellos o las huellas que otras generaciones han dejado para ayudarnos en su búsqueda. Y está bien que así sea, pues un anhelo humano fundamental es encontrar o hacer los propios caminos que nos lleven a puerto, sobre todo cuando aquellos legados por generaciones anteriores no nos satisfacen.

La paz, como utopía, no parece ser sino el anhelo humano de completación, de ser definitivamente y sin arreglos posteriores, de encontrar la tierra prometida, la salvación, la felicidad, el paraíso.

No obstante, profundizando un poco más la reflexión, nos damos cuenta de que no es precisamente su significado lo que genera problemas con la paz. Todos estamos más o menos de acuerdo en lo que es la paz y en que ella es deseable. Los problemas comienzan cuando tratamos de ponernos de acuerdo en cómo puede ser alcanzada. Son los caminos y no la meta lo que nos separa y divide.

La historia de la humanidad está plagada de situaciones en las que “en nombre de la paz” se sacrificaron los mejores esfuerzos humanos o, incluso, la misma vida humana.

Pero, entonces, ¿será este el destino inevitable del hombre? ¿Llegaremos algún día a un acuerdo esencial sobre los caminos que conducen a la paz? ¿Podemos dudar de que detrás de cada guerra y de cada barbarie comandada por seres humanos, paradojalmente, ha estado presente el anhelo de armonía y de paz?

Lo anterior nos lleva a pensar que no es en el terreno de los ideales en donde se hace evidente la carencia de paz, sino en el terreno concreto de la convivencia humana.

La vivencia cotidiana que parecemos relacionar más a menudo con la paz es la de la ternura. De hecho, es la ternura la primera experiencia en la que todo ser humano se comunica positivamente con el mundo a través del contacto con su madre.

En efecto, cuando en mis eventos cotidianos puedo sentir ternura, todo se me presenta en armonía; no tengo tiempo ni disposición para pensar en la agresión o en la violencia, menos aún para realizarla. Todo está en paz, y yo también como parte de ese todo. El mundo se presenta a mi experiencia enredado en el manto del amor, como diría la Violeta Parra. En ese amor que “es torbellino de pureza original; con el que hasta el feroz animal susurra su dulce trino, detiene a los peregrinos, libera a los prisioneros, el amor que, con sus esmeros, al viejo lo vuelve niño y al malo sólo el cariño lo vuelve puro y sincero.”

Así, cuando experimento la sensación concreta de la ternura, el amor, como la hiedra, se va enredando en mí y en todo lo que mis ojos, mi piel, y mis sentidos tocan.

Aquello que logra despertar nuestra ternura difícilmente será para nosotros objeto de agresión o de destrucción. Pensemos, por ejemplo, en nuestra experiencia de contacto con los niños. Raro es aquel o aquella que al tocar a un niño recién nacido no se enternece. A veces, incluso, basta una mirada para que la ternura brote.

De niña, recuerdo con nostalgia las caricias que mis padres me brindaban: el beso tranquilizador y la mano abrigada de mi madre cuando había vendaval, el “caballito” en las rodillas de mi padre, la moneda de premio si lograba encontrar una cana entre sus cabellos suaves y brillantes, pero sobre todo, la delicia de acostarme un ratito en esa cama cálida que los albergaba durante la noche.

Si tengo recuerdos vívidos en mi memoria, son estos.

Pero el tiempo fue pasando. Fui creciendo, “fuimos” creciendo y también endureciéndonos. No más caballito, no más pelo suave, no más besos nocturnos con manos calentitas. Hasta que, en algún momento, cuyo inicio no tengo en mi conciencia, no sólo está ausente la caricia, sino que cualquier acercamiento corporal me avergüenza, “nos” avergüenza, pues noto también en mi padre y en mi madre esa “inquietud”, esa “incomodidad” que ya nos dificulta el abrazarnos, el besarnos y el acariciarnos. ¿Qué nos pasó? Mamá, Papá, ¿en qué momento dejamos de mirarnos a la cara para expresarnos el amor mutuo? ¿cuándo fue que comenzamos a evadir el contacto de nuestros cuerpos?. Son preguntas que anhelo contestarme algún día para acortar la brecha que nos separa, antes de que la muerte nos separe definitivamente.

Lo que narro parece ser común en la experiencia cotidiana de los niños y adultos de nuestra cultura.

La conciencia de nuestro cuerpo que, de niños, constituye nuestra única y primordial experiencia de estar vivos, de sentirnos acogidos y aceptados, termina por incomodarnos, por avergonzarnos y, desde luego, por separarnos. El mundo mágico, en el que nos sentimos “uno” con lo que nos rodea, se acaba algún día para los niños y quienes logran conservarlo, en verdad, son una excepción y no la regla.


El hecho de elaborar una imagen corporal, de “ver” mi cuerpo, mi fachada, como manifestación de un “mí mismo” distinto de “Otro”, marca el nacimiento de nuestra identidad como un ser en el mundo, pero también marca el nacimiento de nuestra alienación del mundo.

Así, vamos dividiéndonos. Ya no somos esa unidad primordial con conciencia cósmica de nuestros primeros días de vida, en la que todo era uno. Ahora estamos desgarrados interna y externamente. Me hago “yo” a costa de perder esa “segunda placenta” que es mi unión con el mundo, representada en las caricias de mi madre. Me separo del mundo. El mundo no soy “yo”. Como lo expresa Berman: “Cuando niños, nos vamos desde la “sociabilidad sincrética” , la confusión entre nosotros mismos y el Otro, a la aparición de una “distancia vivida” que ahora nos separa.” (Berman, 1989: 21). Asimismo, internamente, “yo” no soy mi cuerpo, sino la imagen visual que tengo de él. Mi cuerpo es “mi fachada”, “yo” estoy dentro de él. Soy mi subjetividad y “poseo” un cuerpo. Me separo de mí misma.

La preocupación específica por el cuerpo y nuestra conciencia de él parece ausente en nuestro sistema educacional. Sólo algunos atisbos se vislumbran en la educación psicomotriz, en las clases de educación física o en algunas actividades de arte en las escuelas; pero siempre desde una perspectiva dualística, que nos separa del mundo y de nosotros mismos, en la que el cuerpo es sólo un instrumento al servicio de afanes que se consideran superiores.

A los educadores, el cuerpo parece preocuparnos sólo para establecer el control y la disciplina que requiere el adiestramiento de la mano para aprender a escribir o de la atención para aprender a leer; pero el desarrollo de nuestra corporalidad, de un cuerpo-presencia-en-el-mundo, de una conciencia focalizada, capaz de ponernos en contacto con nuestras sensaciones, con nuestras emociones y sentimientos, con nuestras vivencias internas, no es algo que parezca preocupar aún a los educadores de nuestro tiempo.

El tiempo del niño en la escuela es ocupado casi íntegramente en el desarrollo de su intelecto lógico-racional o verbal-racional; lo que deja relegada a un segundo o tercer plano la experiencia corporal y afectiva, base fundamental para el desarrollo de una personalidad integrada o, en palabras de Perls: para “... el logro de aquel grado de integración que facilita su propio desarrollo” (Perls, 1975: 56); es decir, para el desarrollo de nuestra capacidad de crecer, lo que implica básicamente, el desarrollo de nuestra capacidad de amar.

En la actualidad, dice Perls, “... somos personalidades disociadas, dualísticas, con un lenguaje dualístico, una mentalidad dualística, una existencia dualística. La profunda división en nuestra personalidad, el conflicto entre conducta deliberada y espontánea, es la característica sobresaliente de nuestro tiempo. Nuestra civilización se caracteriza por la integración técnica y el deterioro de la personalidad. Las estadísticas de la producción industrial y de los desórdenes de la personalidad muestran un incremento paralelo.” (Perls, 1975:51)

Si estamos de acuerdo con la visión de Perls sobre la condición humana en nuestra sociedad contemporánea, es válido preguntarnos: ¿con qué recursos cuento, como niño o como adolescente, para percibir los propios miedos que me impiden acercarme a mi madre para solicitar de ella una caricia, o para decirle a mi amigo lo mucho que lo aprecio? ¿Cómo habría de valorar la belleza de un atardecer o el profundo azul del mar, si no he sido entrenado en el contacto afectivo con el universo que me rodea? ¿Qué estímulo me invitará a quererme y apreciarme, si nunca aprendí cómo tomar contacto con mis propio ser?

El desarrollo de una conciencia corporal y sensorial, como vía fundamental para aprehender y apreciar el mundo y los valores que la cultura intenta transmitirnos, son vitales para restaurar la comunicación de la ternura en los seres humanos.

Si estamos de acuerdo con Humberto Maturana cuando nos dice que el amor “es la emoción que define el dominio de acciones en que se constituyen las relaciones que en la vida cotidiana llamamos relaciones sociales” ( Maturana, 1990: 63), entonces, debemos mirar con preocupación nuestro descuido de estas experiencias humanas en el ámbito de la educación formal.

La paz no es sólo un concepto acuñado en el discurso psicológico, sociológico, religioso o político; la paz es también y principalmente, un estado que se alcanza en la interacción corporal que comunica aceptación y ternura mutuas.

Cuando yo soy mi cuerpo, es decir, cuando me identifico con él y no sólo con mi mente o mi espíritu; logro comprender que todo se inicia en mi cuerpo. Por el lenguaje de mi cuerpo puedo saber lo que siento, por mi cuerpo me siento cerca o lejos de ti; es mi cuerpo quien me comunica y te comunica si, de verdad, te acepto o no te acepto. De esta manera aprendemos nuestras cualidades, aquello que realmente nos gusta o nos disgusta; cuáles son nuestros gustos, nuestros juicios y posibilidades. En una palabra, ésta es la manera cómo descubrimos el Yo y respondemos a las cuestiones capitales “¿quién soy yo? ¿qué soy yo?”

Sólo a través de la conciencia de mi cuerpo y de mis sentidos puedo superar los miedos que me impiden acercarme a ti y aceptarte; o acercarme a mí misma y aceptarme.

Las experiencias frustrantes de la vida infantil llevan al niño, como una maniobra defensiva, a ocultarse a sí mismo las sensaciones y sentimientos dolorosos. “Si logro mantener a raya mis sensaciones, estaré a salvo para siempre del dolor” parece ser la inferencia que, en algún momento de nuestra vida infantil, hemos hecho.

Es así como el niño, intentando cerrase a la sensación corporal de dolor, aprende a contener la respiración o a tensar sus músculos, lo que va generando en él, en los términos de Reich, la estructuración de una verdadera “armadura” corporal que impide el paso de la sensación a la conciencia. El problema es que esta armadura no sólo le cierra a este tipo de sensaciones corporales, sino también a todas las demás, incluyendo las placenteras de ternura y acogida.

Una educación para la paz debe comenzar con el fortalecimiento de nuestro cuerpo-presencia-en-el-mundo, mediante el desarrollo y sensibilización de nuestros sentidos y fundamentalmente, de nuestra conciencia sensorial y corporal. Aprender a escuchar, a oler, a gustar, a ver, a sentir en el contacto con otros cuerpos deben constituirse como experiencias de aprendizaje desde los primeros días de escolaridad; y, paralelamente, el desarrollo en los niños de su capacidad para “comunicar” las sensaciones, emociones y sentimientos que surgen producto de este “darse cuenta”, permitiría instalar definitivamente en ellos una actitud de apertura a la experiencia. Dolor o placer, sea cualquiera la experiencia que surja, el niño estará en condiciones, ahora sí, de “controlar” sus sensaciones, emociones y sentimientos, porque ahora puede, a voluntad, elegir la experiencia que va a formar parte de su rol vital y de las relaciones que establezca con su mundo natural y social.

Cuando puedo sentir a voluntad, cuando puedo expresar lo que realmente siento y pienso; cuando por mi conciencia corporal soy capaz de “sentir” verdaderamente en el contacto con otro ser humano, puedo llegar a comprender que mi naturaleza esencial la comparto con otros; que mi dolor es también tu dolor y mi alegría es también la tuya. De este modo, el mundo de la “comprensión” se abre ante mis ojos y, con él, el sentimiento de “pertenecer” y de “dar”. En pocas palabras, el sentimiento del amor entra en mi vida; de ese amor que es esencialmente “aceptación” del otro “en” las diferencias y en las similitudes y no “a pesar” de ellas. De ese amor que, puesto que acepta estas diferencias, no necesita “manipular” al otro para que éste haga lo que “yo” quiero que haga, hasta un grado tal que lo violento y lo agredo para tener el control, porque “sólo yo sé lo que es bueno para el”. En fin, ... de ese amor que, comenzando desde mi cuerpo y mi conciencia de él, me invita a crecer, a expandirme en múltiples niveles, a crear y experimentar nuevas conexiones, haciéndome parte de mi propio mundo, tanto como del de los demás.

Al respecto, Alexander Lowen, manifiesta que “Al aumentar su conciencia e intensificarse sus contactos, la persona va desarrollando círculos cada vez más anchurosos de relaciones. Acepta y se identifica con el mundo de las plantas y de los animales, con la comunidad en que vive, que se convierte en la suya, lo mismo que él se hace su miembro, etc. ,etc. Así, continúan ampliándose los círculos, al ir aumentando el individuo en edad. Si no se cercena este importante vínculo, sentirá que pertenece al gran orden natural de nuestra Tierra. Y lo mismo que él pertenece a ella, ella le pertenece a él. En otro nivel de pensamiento, la pequeña comunidad va ensanchándose hasta abarcar a la nación y luego al mundo de la humanidad. Más lejos quedan las estrellas y el universo. En los ojos de las personas mayores se refleja a veces una expresión de distancia, como si tuviesen la mirada concentrada en los cielos. Diríase que, cuando la vida se aproxima a su fin, el alma se pone en contacto con su lugar final de descanso.” (Lowen, 1965: 65)

Si esto no es, al menos, una dimensión de lo que denominamos “paz”, no sé otra manera de entenderla más allá de la frialdad del análisis conceptual. Tal vez, si estuviésemos más dispuestos a comenzar desde la experiencia cotidiana y concreta de nuestro cuerpo cuando intentamos definir la paz, podríamos encontrar en ella un rostro más familiar y común, que nos permitiera comunicarla en el lenguaje más primitivo de la humanidad y, por ello mismo, el más directo y sencillo. Más que hablar de la paz, lo que necesitamos es vivenciarla, y para esto es fundamental contar con nuestro cuerpo como un aliado estratégico.

Sintetizando, una educación para la paz implicaría que en nuestros sistemas de educación formal no sólo se considere, sino que se desarrollen e implementen estrategias, tanto existenciales como metodológicas y técnicas para el desarrollo, en niños y adolescentes, del “darse cuenta” corporal y sensorial; a fin de acercarnos al ideal de formación de personalidades más integradas, que vivan la paz no sólo conceptualmente, sino en su experiencia cotidiana de acercamiento y contacto con los otros, con la naturaleza, con el cosmos y con Dios.

Dichas estrategias están siendo ampliamente desarrolladas en el campo de la psicología por el llamado “Movimiento del Potencial Humano” o “Tercera Fuerza”, el que ha generado también una profusa literatura ; de modo que están al alcance de los educadores y de todo aquel que se interese en el tema del crecimiento humano.

No obstante, para que esto pueda concretarse, se requiere que la educación formal ensanche sus fronteras y considere el esfuerzo educativo no como un campo independiente y exclusivo de la educación formal, sino como una dimensión mucho más amplia - la dimensión educativa - en la que confluyen terapia, religión y todo esfuerzo que se oriente al único norte y fin último de toda educación, que es el desarrollo pleno de las potencias humanas.

En manos de nosotros, los educadores, está el trascender estas fronteras y comenzar a hacer uso de dichos instrumentos, en el intento de recuperar el cuerpo y conformar una auténtica “Educación Para la Paz”.




BIBLIOGRAFIA


BERMAN, M. CUERPO Y ESPIRITU Santiago, Cuatro Vientos, 1992.

GALEANO, E. LAS PALABRAS ANDANTES Santiago, Pehuén, 1996.

LOWEN, A. BIOENERGETICA México, Diana, 1996.

MASLOW,A. EL HOMBRE AUTORREALIZADO Argentina, Kairós,1993.

MATURANA, H. EMOCIONES Y LENGUAJE EN EDUCACION Y POLITICA
Chile, Hachette-Comunicación, 1992.

NARANJO, C. LA UNICA BUSQUEDA Málaga, Sirio, 1994.

PERLS, F. ESTO ES GUESTALT Santiago, Cuatro Vientos, 1982.

REICH, W. ANALISIS DEL CARÁCTER B. Aires, Paidós, 1957.

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